INFRAMUROS: La leyenda del gaucho flamenco

viernes, 11 de febrero de 2011

Muchos años después, desde la ventana de un segundo piso de Entrevías, Juan Antonio Jiménez Muñoz recordaría aquella tarde en que los hermanos González Gabarre le ofrecieron 2.000 pesetas por tocar los bongos en una sala de Vigo. Tenía entonces 20 años, la rumba resultaba todavía un proyecto musical y Los Chichos ni siquiera concebían la remota posibilidad de grabar un disco.
Era un tren camino de Galicia y Jeros -antes Juan Antonio Jiménez- no dudó en revelar sus composiciones a Emilio y a Julio, iniciando así una sociedad que duró lo que los 70 y los 80 tardaron en encumbrar a Los Chichos como patriarcas de la rumba. La suya era una nueva fórmula musical, una rumba gitana de venas flamencas y oído de pop que no tardó en adueñarse de la amalgama de ambientes más inverosímil que se recordaba antes de que Fito cambiara el Don Simón por la Coca-cola.
Las mejores salas del momento, las parrandas entre amigos y hasta las verbenas de los pueblos se llenaron entonces de sus canciones. La epidemia se extendió tanto que resultaba imposible no oír sus casetes resonando a todas horas, en los altavoces de los coches, desparramándose por las discotecas, las barracas de las ferias, los billares y las tiendas de las gasolineras. Así que cuando los llamaron para ser entrevistados en Televisión Española no fue ninguna sorpresa.
En el rodaje de un programa de la temporada de 1990 de El Precio Justo, al dar paso a un concursante gitano Joaquín Prat revivió involuntariamente el encuentro que había mantenido con Los Chichos diez años atrás. Por una de esas malas pasadas que desde niño le jugaba la memoria, no era capaz de recordar el tema que habían interpretado -Mami, en un sonrojante playback- y sólo podía evocar la falta de tacto que había tenido en una de sus preguntas y que ese día de rodaje lo obligó a recomponerse para salvar el temido ‘corten’.
Por lo demás, aquella entrevista fue más bien una charla breve, apenas una apresurada presentación de aquellos tres tipos elegantes -dentro de la elegancia que permitían los 80- que acababan de estrenar su séptimo disco (Amor de compra y venta) y que ya empezaban a deslumbrar. Escoltado por los hermanos, con su bigote de arco de medio punto rebajado, Jeros no escondía su afición por las incipientes diversiones que terminarían por arruinarle.
-Soy una persona abierta -decía-, que me va un poquito la marcha-. Ya entonces era fácil descubrir quién llevaba la voz cantante dentro y fuera del escenario.
Jeros -hoy el del medio de Los Chichos- nació en Valladolid un jueves de 1951. Cuando compuso el tema principal del largometraje Yo, el Vaquilla, muchos aventuraron que el comienzo de aquella canción era también el de su vida; y es que, como el protagonista, Jeros nació libre, libre como el viento, libre como las estrellas, libre como el pensamiento.
Desde Vigo hasta que el hijo de Emilio (‘Junior’) ocupó su lugar en el grupo, fue el principal compositor de los 15 discos que compartieron (Ni más ni menos, Son ilusiones, Amor y ruleta y Ojos negros, entre otros). Huérfano de padre, este lazarillo de melena castiza adquirió pronto su fama de relator. Hay quien se lo imaginó como uno de aquellos gauchos de los que le había hablado el bisabuelo que vino de Argentina.
A caballo entre el canto y el cuento, su leyenda empezó a crecer cuando escribía temas para Las Grecas. Cantaba y contaba alabanzas maternas tan exaltadas que hacían sospechar de la naturaleza gitana de Edipo; robos y reyertas que parecían sacadas de los gitanos de Lorca; penurias de presidio con sed de libertad; ficciones de amor, celos y desengaño; lágrimas de decepciones envueltas en papel de plata. Sin embargo, no faltaban los que anteponían su voz a la letra, embaucados por una garganta que vibraba con el temblor de los buenos flamencos.
Cuando en 1990 dieron el concierto en la sala Jácara, la separación de Los Chichos era cuestión de tiempo. Es la última imagen de los tres juntos: Jeros con un traje dorado, secundado por dos esmóquines y un batallón de cuerda, viento y percusión.
El gaucho flamenco siguió su carrera en solitario con dos discos de confesionario: Tembló pero no calló (1990) y Agua y veneno (1992). El primero incluía Por mi culpa, una canción de las de entregarse al enemigo a lágrima viva, de rendición sin condiciones, de laberinto sin minotauro, de trayecto suicida con la certeza de no poder corregir el rumbo: “estoy corrompido, lleno de alcohol y de droga, de mujeres prostitutas (…) Estamos vendiendo el alma, pero cuando te das cuenta quieres volver a tu casa y el diablo no te deja (…) Por mi culpa, cuánto daño he causado (…) merezco la muerte. Por mi culpa, Señor, por mi culpa”.
Tres años después de publicar su último disco, Jeros miró a los ojos a ese 22 de octubre. Lo había estado esperando a la vuelta de cada resaca, pero en cuanto asomó supo que era él. Lo miró cuerpo a cuerpo, fijamente, igual que lo había estado intuyendo en la distancia desde hacía meses. Entonces intentó divisar el futuro y lo único que encontró fueron los salvavidas vacíos de la religión y la fama. Después miró al pasado y se vio a sí mismo con 20 años, aceptando dos mil pesetas por una vida de ilusiones y rosas marchitas.


1 comentarios:

forojerista dijo...

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